jueves, 13 de octubre de 2011

Dos de Murena

Hace parva de años me recomendaron que leyera a Héctor Murena como uno de nuestros magistrales ensayistas, y me señalaron lo injusto de su olvido en el canon. Así que hace una parvita de años compré un par de libros de él que logré encontrar en Librería Hernández, aunque no eran ensayos sino ficciones: Polispuercón y Folisofía. (Están en el catálogo de Eudeba según la página de Librería Hernández.)

Ahora da para preguntarse si Murena necesita de una justicia como esa: yo lo leo, otros lo leen, él se murió hace ya muchos años y a mí me habla fresquito, como si hubiera podido vernos de cerca, de adentro, como nación, como pequeños seres redondos y astillados en una mesa de billar, todos estos años.

Es lo más parecido que haya leído a Alfred Jarry antes de la invención post mortem de la patafísica: revulsivo, poético a rajatabla, político, divertido.

Polispuercón, Capítulo IX

¡La palabra! La palabra había sido uno de nuestros principales motivos de preocupación. La palabra era la portadora del pasado. Imponía el pasado al presente. Traía, volcaba el peso de los siglos sobre nosotros. Nos maniataba con la voluntad de los poderosos y nos enredaba con las deformaciones de los oprimidos. Si para nombrar una casa no existía más que la palabra casa, que nos esperaba, terminada, ávida y férrea, no bien metíamos la cabeza en este  mundo, palabra que nos grababan a machacones, palmetazos y trompadas desde que empezábamos a abrir la boca y a la que debíamos rendirnos por causa de la pasmosísima y cómplice badulaquería de los restantes humanos, y repetirla y repetirla bajo la pena de ser considerados lunáticos, ¿dónde estábamos nosotros, en qué nos manifestábamos, qué éramos? (...) ¡Basta! En la medida en que esto continuara así, no importaba revolución alguna, todo intento de mejorar la condición del hombre sería devorado inexorablemente por las mandíbulas del remoto reír de esa dentadura postiza, si me explico, llamada lengua.
Habíamos empezado por poner en marcha lo que se denominó el Período Babel.

Y así empieza Folisofía

Mamá nasció otogenaria. Sí: otogenaria. Porque quísolo ¡ansí y ya! ¡Vaya genio de la otogesimidade! Que heredara del su padre, por capricho de nobilesa también a los ochenta nascido.
Memoraba la vieja ante nosotros los sus hijos el parto que la parira y el recuerdo sonreíbale, la popila teñíale de húmeda vanidad. Pues diz que cuando ella salióse del estógamo o pancsa de la su madre ésta quedóse tres semanas en los pisos desenflada y desmarrida y sin bullir, chata coal cinco de queso o pasa de uva que pisara pfff pfff pfff. ¿Y cómo menos cuanto que habíase deshecho de tamaño feto de uno ochenta de estatura y setenta quilos de peso que durante meses habíala estirado hasta la mananimidá del doble? Ansí la partorienta tardaba en rejuntarse con su antigua identidade. Endemientre que el padre, el mi aboelo,  a la risa que te reirás, satisfecho por el efeto que su semilla condal operaba en la consorte tendida que era mojier de pueblo.

Ahorrábase de tal suerte la mi alumbrada madre engüerros tales como el crescimiento, la niñera, el chopete y tirocinios otros de varia índole. Pero no créase que todo fue para ella hojaldre y festividades, no. Que vino al mundo vestida, vino de puro edocada y decente. Mas ¿no se le osidó allá en aqueles aguas el camafeo de bronce en que todavía non atesoraba la imagen de cualcún de sus maridos? Si ya a la hora de dar el primer vagido hubo de ponerse a polirlo con gamucsas... Y, como era garande, tenía que limpiarse por sí mesma los pañales: ella se los cagaba y ella se los lavaba. ¡Fijaos si no es esforcsado en una recién nascida!


 
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